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Jóvenes Emprendedores - Ep. 18
Desde lo alto de la montaña desaparecían los últimos rayos de luz. Un mensaje de texto llegaba a mi móvil, anunciando otra despedida. Solo que esta vez no volvería a haber un nuevo amanecer. Barba Azul me había echado de su castillo. ¿Qué tan poco debía de valer para que ni siquiera él quisiese seguir jugando conmigo?. Donde todos veían la llave de mi libertad, yo divisaba encierro.
Una jaula mental que mantenía la puerta abierta, de par en par, mientras yo me aferraba con las garras al palo, pensando que ahí fuera, la realidad iba a ser aún peor. El reloj de cuco sonaba, eran las seis. En media hora se giraría la manecilla de la puerta.
La sombra se hace más grande, crece a medida que se acerca a la silla del escritorio.
El olor a alcohol y a tabaco anuncian el comienzo de la guerra. Una, que desde el principio, yo ya daba por perdida. La botella de vodka se posaba en la mesa, al lado del libro de historia.
Siento el dolor del cuero cabelludo y el aliento seco y muerto en el lado izquierdo del
cuello.
– ¿Qué pasa?. ¿No me vas a saludar?. ¿Ya no te gusto?.
Mi cuerpo compite con la gravedad y la punta de mis dedos rozan el suelo. Me suelta el pelo y caigo de rodillas. Levanto la mirada con lentitud y precaución. Sus ojos negros
conectan con los míos. Su barba de días y su pelo desaliñado me producen aún más
rechazo. El mismo que sentía él sentía hacia sí mismo, y que expresaba en forma de
autodestrucción.
Su mano golpea mi cara, descargando en mi todo su odio y frustración. Con mi mano
derecha consuelo a mi mejilla. Con mi mano izquierda me cubro el vientre.
– Podría dejar de hacerte lo que te mereces, por ella. Pero no es mía. Seguramente sea de otro, o de otros. Una mil leches no tiene derecho a la vida, y tú tampoco.
Víctor comienza a desprenderse de su rabia a golpes que aterrizan en varias zonas de mi cuerpo. A mi mente solo vienen recuerdos de Hugo. De todas aquellas veces que me comporté mal con él, cuando fui una caprichosa y le partí una y mil veces el corazón. Mi culpabilidad y el dolor emocional estaban tan latentes, que no sentía los golpes.
Me lo merecía. Víctor tenía razón. Alguien tenía que venir a enseñarme que había estado entre
algodones.
Lamentablemente, no valoré el amor que algún día tuve.
Sentía la sangre deslizarse desde mi ceja hasta la boca. Su sabor oxidado me
recordaba todas aquellas veces que ya lo había probado, y también lo que sucedería
después.
– Eres mía, y puedo hacer contigo lo que me dé la gana.
Miré a lo lejos mi móvil hecho pedazos. No tenía forma de pedir ayuda, y me dejé. Cerré los ojos suplicando al cielo que aquello durase el menor tiempo posible.
Los pantalones dejaron de darme calor. El frío envolvió mi cuerpo por dentro y por fuera. Los botones de la blusa salieron disparados, buscando esconderse debajo del sofá. La ropa interior se rasgó, como mi alma. Intenté arrastrarme por el suelo hacia la puerta.
– ¿A dónde te crees que vas?. Estamos en medio del campo, aquí nadie puede
ayudarte.
Mis manos se juntan detrás de mi espalda, en un intento de atarme con esposas invisibles. Agarra mis muñecas con una sola mano, mientras que con la otra se prepara
para embestir. Un grito de desgarro me devuelve a mi cama.
Es hora de ir a trabajar.
Escrito por Raquel Valle
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